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Autonomías y tentaciones

El México del siglo XX, el de la Revolución Mexicana, el de los caudillos, el de la construcción de instituciones públicas, el del corporativismo, el del largo dominio priísta que concluyó justo al iniciar la siguiente centuria, se caracterizó por una aplastante centralización del poder político.

Enrique Krauze la llamó “presidencia imperial” y Mario Vargas Llosa la definió como “dictadura perfecta”. Para efectos prácticos y a pesar de ser formalmente un régimen federalista, con separación de tres poderes, el Jefe del Ejecutivo concentraba en su persona la posibilidad de poner (o quitar) gobernadores, de impulsar o vetar leyes en el Congreso y hasta de influir decididamente en los derroteros de la impartición de justicia.

Contra lo que muchos sostienen, la transición no se dio por arte de magia en el año 2000 con el triunfo electoral de Vicente Fox Quesada: los cambios se dieron poco a poco desde la primera reforma política que sacó de una virtual clandestinidad a la oposición de izquierda y que le dio por primera vez el poder local al panismo (Baja California, 1989), y al perredismo (Distrito Federal, 1997), hasta la alternancia presidencial.

Estos hechos, al igual que una Cámara de Diputados plural, un Senado más equilibrado y un Poder Judicial que abrió sus sesiones y decisiones al escrutinio público, constituyen a mi juicio los pasos fundamentales en la construcción de un mejor país.

Pero hay otro elemento definitivo de evolución política que está, a mi juicio, permanentemente en riesgo: la autonomía de las nuevas instituciones del Estado mexicano.

La ciudadanización de la autoridad electoral que dio origen al Instituto Federal Electoral autónomo, jugó un papel determinante en el fin del dominio del PRI en los comicios presidenciales. Sin embargo, y tras pasar la prueba de fuego del 2000, la polarización que antecedió la siguiente elección y que se agudizó con el históricamente competido proceso del año 2006, hizo al IFE presa fácil de los partidos políticos, que a través de sus legisladores definen la conformación de esta vital institución y, por ende, ponen en duda su auténtica y necesaria independencia, aún con otra reforma y otro nombre.

La parálisis legislativa provocada por un Congreso dividido en tercios hizo que materialmente la única iniciativa exitosa del presidente Fox fuera la creación del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI). Y, ¿qué creen?: ambiciones personales, grillas internas y –otra vez- la intromisión de partidos políticos han hecho de la transparencia un galimatías usado muchas veces con fines que tienen más que ver con agendas de intereses partidistas o de gobierno, que con el espíritu de su creación.

El colapso del órgano de gobierno del IFAI, la reforma que siguió y –otra vez- un cambio de nombre y siglas, me hacen dudar en una auténtica autonomía institucional, como también la aspiración de su actual presidenta a ocupar la titularidad de lo que será la nueva Fiscalía Anticorrupción (que también sería “autónoma”)

El nuevo Procurador General de la República fue nombrado en ese cargo con la clara intención de transitar desde ahí hasta convertirse en el nuevo Fiscal de la Nación, que ya no dependerá del Presidente y cuyo periodo de vigencia será transexenal. Suponiendo que tenga el mejor perfil técnico para el cargo, ¿qué necesidad de nombrarlo ahora y luego enviar una iniciativa que le impidiera acceder automáticamente a la nueva posición? Y si finalmente llega él mismo, u otro impulsado por otras fuerzas políticas desde el mismo poder Ejecutivo o desde el Legislativo o el judicial, ¿garantizará la autonomía que requiere por definición un Fiscal General?

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Si ingenuamente creyéramos que el ahora perseguido ex gobernador Javier Duarte nombró un Fiscal estatal para garantizar una procuración de justicia expedita durante los siguientes 9 años (que incluyera su protección e impunidad, claro), ¿por qué ahora renuncia justo cuando llega el nuevo mandamás veracruzano? ¿Y la “autonomía”? ¿Será “autónomo” el Fiscal que nombre el nuevo gobernador Yunes?

¿Son verdaderamente autónomos el Instituto Federal de Telecomunicaciones, presionado por poderosos intereses económicos de la industria que regula, o la Comisión Nacional de Derechos Humanos, dos de cuyos titulares “brincaron” de ahí hacia la Procuraduría General de la República?

¿Excepciones?

Probablemente la Universidad Nacional Autónoma de México, creo, a pesar de que un Secretario de Salud fue Rector y el último Rector es ahora Secretario de Salud.

Y finalmente, el Banco de México, cuya autonomía ha dado certeza a la política monetaria y al control de la inflación, pero que vivirá en los próximos meses una severa prueba de solvencia, credibilidad y continuidad con la salida de Agustín Carstens en julio de 2017.

¿Qué pasó ahí? ¿El poder ejecutivo cedió a la tentación de traspasar la línea de la autonomía del banco central y Carstens decidió irse aprovechando la magnífica oportunidad de convertirse en uno de los 3 personajes más importantes del sistema financiero internacional? Porque no olvidemos que apenas hace unos meses había aceptado reelegirse por 5 años más en el cargo.

La propuesta de sustituto la hará el Presidente –no sabemos cuándo- y la ratificará el Senado. ¿Podría convertirse en moneda de cambio para negociar otras posiciones o decisiones en puerta por la elección presidencial del 2018?

Habrá mucho por escribir del caso Banxico y de las otras instituciones autónomas con que contamos los mexicanos.

Y habrá que estar muy pendientes de que la tentación del poder público no violente esas virtuosas y necesarias autonomías constitucionales.