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Una oportunidad al descubrimiento | Huberto Meléndez Martínez

Dedicado a Miguel Ángel Macías Ramos,

Cuando estudiaba en la escuela secundaria.

Su fisonomía y porte físico descuadraba del estereotipo concebido, por una tradición no escrita en la conformación de los grupos de danza folclórica en las escuelas secundarias de aquella época.

Ese alumno, de primer grado, de complexión un poco robusta, baja estatura y tez morena oscura, pero impulsado por quién sabe qué motivos, aceptó la invitación del maestro de Artes y llegó puntual a la cita en horario extraclase, para iniciar los ensayos correspondientes.

El docente había pasado por los salones, explicó la dinámica a implementar en ese año, para constituir al grupo de danza representativo de la institución, en los diferentes eventos académico-culturales.

La emoción desbordada de las niñas de los diferentes grados, quizá inhibió las ganas de los varones, pues la mayor parte de ellos son cohibidos en los primeros meses del curso. Los de segundo grado tienen un poco más de empuje, pero son indecisos y se pasan el tiempo meditando, sin lograr tomar la decisión.

Generalmente, cuando llegan a tercer grado, adquieren un poco más de madurez y es cuando muchos se animan, en la búsqueda de acercarse y relacionarse con sus compañeras. En los últimos meses de la escuela, insisten en ser aceptados, lo cual es poco redituable a los profesores, pues ellos prefieren invertir esfuerzo y tiempo a los que van a permanecer más tiempo en esas actividades.

El caso de Miguel Ángel fue muy cuestionado por sus demás compañeros, pues aquellos eran altos, esbeltos, de buen porte y con experiencia en participaciones artísticas. Era notoria la incomodidad que sentían al ver a este adolescente chaparrito que, dada su estatura, debía exagerar un poco la ejecución de los pasos para alcanzar los desplazamientos de la coreografía del bailable. Quizá parecía grotesco, pero su apasionamiento era inigualable.

De la incomodidad pasaron al reclamo. Se reunieron para protestar sobre su presencia. El maestro les escuchó y dijo que iba a hacer una valoración del caso. El tiempo apremiaba y, como era de esperarse, las actividades se intensificaron en los últimos días. Entre los ensayos, el seguir cumpliendo con las responsabilidades académicas, salir corriendo de la escuela a comer algo para regresar por la tarde y el ir a tomarse medidas para confeccionar los vestuarios con Pera, la costurera del pueblo, hija del lejendario Don Beto; sustrajeron el tiempo y el hecho se consumó. El joven formó parte de esa selección.

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De ser un chico introvertido, sumiso, pronto adquirió un carácter desenvuelto. Entusiasmado por la distinción mejoró su desempeño escolar. En cada presentación fue más eficiente, aprendió a dominar el pánico escénico. Logró seguridad para relacionarse con sus demás condiscípulos, mediante el trato con quienes cursaban grados superiores.

Con una gran frecuencia, los adolescentes solo necesitan una oportunidad para descubrir sus capacidades, cultivar su talento, desarrollar sus capacidades y ser protagonistas de una historia diferente en su vida. La escuela debe proporcionar las experiencias necesarias para conseguirlo.