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Culpar a los demás

Mucho se ha hablado y escrito de la muy mexicana característica de culpar de todo a todos y hacer a un lado el mínimo indispensable de autocrítica para ser mejores y aprender de nuestros errores pasados y presentes para emprender un mucho mejor futuro.

La pesada carga que implica el sentimiento de inferioridad del mexicano ha tenido diversas explicaciones, desde la opresión española y criolla hasta las trapacerías de la clase política nacional surgida después de la Revolución Mexicana, disfrazadas de sempiterno paternalismo.

El caso es que nunca asumimos la responsabilidad de nada en nuestras desgracias. Desde el generalizado “no era penal” hasta el militante “fue el Estado”. Del “pinche gobierno” al “a mí no me den, sino pónganme donde haya”.

Ni siquiera nos adjudicamos plenamente alguna gloriosa victoria, porque al campanazo final sigue la muy falsa modestia del “gracias a dios”, o el “todo se lo debo a mi manager y a la Virgencita de Guadalupe”.

Con todos sus problemas, que no son pocos, México ha experimentado grandes avances en los últimos 40 años, cuyo reconocimiento queda atorado en los viejos resentimientos sociales contra la élite gobernante –plenamente justificados por los abusos de la corrupción- pero también en la más reciente polarización que paradójicamente nos trajo la democracia y la modernización política.

Porque ya hemos hablado en este espacio que a la gran esperanza frustrada que trajo consigo la alternancia en 1989 (Baja California), 1997 (Distrito Federal) y 2000 (Presidencia de la República), ha seguido un círculo vicioso y maniqueo que reduce nuestra lucha diaria al “buenos contra malos”, “ricos contra pobres”, “legítimos contra espurios”, “el pueblo bueno contra la mafia del poder”.

Sin negar en ningún momento la gran deuda social con millones de excluidos, el modelo mexicano pasó del desarrollo estabilizador protegido a la economía liberal que insertó a México en la modernidad de la globalización comercial.

¿Olvidan acaso las inflaciones de dos y hasta 3 dígitos? ¿O las tasas de interés variables que hacían imposible contratar un crédito?

¿Alguien se atrevería a decir que hace 30 años había el mismo acceso que hoy a bienes de consumo? ¿O comparar fotografías y concluir que el nivel de infraestructura en las ciudades mexicanas es el mismo?

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Pero no aprendemos la lección, porque tendemos más a culpar a Donald Trump de lo que suceda con el esquema comercial hoy conocido, que buscar nuevas opciones para seguir dando la batalla por nuestro país.

Preferimos entretenernos con buscar y linchar culpables que mirar hacia adelante. Y si lo hacemos, es rehuyendo el verdadero debate y descalificando a quienes no piensan como uno.

La lucha política que está en marcha adolece de lo mismo: los participantes se ocupan más de buscar culpar a alguien más de su derrota mucho antes de iniciar la batalla.

Así somos. Se repite lo que pasó en 2006: a la plena seguridad anticipada del triunfo opositor de Andrés Manuel López Obrador, empiezan a surgir “advertencias” sobre un gran “fraude” que el sistema “está maquinando cuidadosamente” para impedir que el indiscutible líder popular llegue al poder en su tercer intento.

No hay medias tintas. Somos malos quienes no estamos de acuerdo con su planteamiento de país. “Volver al pasado”, como él mismo lo dijo, sin explicar si se refiere a corregir errores o a regresar al autoritarismo político y al estatismo económico.

Pero, ¡oh, magnánimo! Nos ofrece la redención si nos unimos de una vez por todas al Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), el acrónimo que apela a aquel sentimiento histórico de inferioridad del fenotipo mexicano.

Otra vez ese inexplicable complejo del que no está exenta la clase media –que ha tenido su mejor etapa de bienestar en décadas- al hacer largas filas en Satélite para cargar gasolina en el primer establecimiento de la británica British Petroleum en México.

Porque “prefiero darle mi dinero a los ingleses que a Romero Deschamps”, como se leía el sábado en Twitter.

Culpar a los demás.