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El valor de la generosidad | Huberto Meléndez

A la familia Luna Santana, por su
sensibilidad social y espíritu generoso.

Los desastres naturales nos alcanzan en cualquier momento, cerca de las 2 de la mañana del 18 de julio de 2008, mis padres preguntaban por teléfono si nos había alcanzado la inundación. Al encender la luz sólo vi las mismas goteras surgidas en esta larga temporada de lluvias.

Cinco minutos después volvió a llamar mi madre ‘Tlaltenango se inundó, hija, por favor ven a la casa para estar más tranquila’. Ellos vivían en un lugar más alto que mi finca. Tomé a mis hijas y en el trayecto vi una movilidad inusual en el pueblo. El estruendo del río desbordado era impactante y había anegado las avenidas más próximas al caudal.

A la calle de mis papás y a las de cerro arriba llegaban patrullas con personas mojadas hasta los huesos. Mi padre invitó a resguardarse a cuantos cupieron en la casa.

Entre sollozos una señora comentó que había logrado salvar a su niño trepando al techo de su casa utilizando su lavadero de concreto como escalera.

Llegaron varios señores que habían estado ayudando en los rescates y decidieron llevarse a los suyos a la sierra, sin saber que precisamente ese caudal provenía de una tromba que azotó aquellos parajes.

Fue una noche larga, fría, húmeda, incierta. Por la mañana nos dimos cuenta que ‘El Xaloco’ llegó con un caudal horrendo arrastrando también, lodo, piedras, árboles y animales encontrados en su paso. Atravesó la cabecera municipal formando diques en los puentes, generando grandes represas.

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El escenario era desolador por las avenidas llenas de escombro, muebles y pertenencias entre el lodo. La gente en pijama tratando de recuperar algunas pertenencias. Tristemente hubo quienes perdieron todo su patrimonio.

Mi hermana menor estuvo como voluntaria en la Cruz Roja. La gente tenía hambre, carecía de alimentos y dónde prepararlos. Como a mi padre le gusta cocinar, elaboramos alimentos en grandes cantidades. Guisos de carne, papas, sopa, ‘revoltijo’ o frijoles.

Hicimos paquetes de cuatro tacos en bolsas de plástico, para atender a nuestros huéspedes en el infortunio. Luego fuimos a repartirlos casa por casa. A pesar de que mis padres son muy conocidos en la región, las personas nos miraban con desconfianza, pero quizá la necesidad fue más fuerte, porque pedían dos paquetes, tres o hasta cinco, según el número de personas en cada vivienda.

Así estuvimos por poco más de una semana, por la mañana atendíamos nuestro trabajo y por la tarde salíamos a repartir café, té y pan. Luego llegó ayuda del exterior de parientes y amigos (ropa, víveres, calzado). La vida cambió para todos.

A mi familia le quedó el grato sabor que deja la satisfacción de poder ayudar al prójimo. Concluye la narración de la maestra Tania Yahaira.

Vivió esa experiencia donde la sociedad civil aporta las soluciones sabiendo que el valor de la generosidad es unidireccional. De quien puede (o quiere), a quien lo necesita, sin esperar recompensa alguna.